Recuerdo cuando de niño

3 dic 2008

(del poemario inédito "A quemarropa")

Recuerdo cuando de niño
me llamaba con su canto de sirena,
cuando de niño me gritaba
con su voz aflautada y chillona:
Ven, ven a mis brazos, niño,
muere en mi regazo metálico,
deja que te arrastre sin piedad
hasta el horizonte de la agonía.
La oía desde mi cama.
Cada noche, cada maldita noche.
Y cuando me asomaba a la ventana
ella me miraba con su único ojo
refulgente, y su dentadura mellada
parecía querer devorarme.
Rechinaba los dientes sedientos de mi sangre,
y luego, tal como venía se marchaba.
Pero yo sabía que volvería, como cada noche.
Me ocultaba bajo las sábanas,
cerraba los ojos y boca con fuerza,
me tapaba los oídos con las manos
y rezaba ¡Sí, vive Dios que rezaba!
En voz baja, para que no me oyera.
En voz baja, para que no se irritara.
Y lloraba de desesperación cuando
el canto de sirena me llamaba de nuevo:
Ven, niño mío, ven esta noche,
deja que te bese y te rompa los huesos,
deja que te mire y te hipnotice
antes de golpearte hasta la muerte.

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Crecí. Marché del que fuera
el triste hogar de mi infancia,
el lugar de mis noches en vela,
de las palizas y las continuas amenazas,
de aquel hogar sin madre, aunque sin nostalgia.
¡Cómo se ríe de nosotros el destino!
Deja que olvidemos el pasado,
que lo metamos en una bolsa de basura
y lo ocultemos bajo la cama
para que un día, sin aviso,
un suspiro avive la memoria
y rasguemos la bolsa para dejar salir la rabia.

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Volví a casa.
Mi padre dormía, borracho, como siempre,
la camiseta manchada y sudada,
ignorante de todo, como siempre,
borracho y sudado sobre la cama.
Le miré con ojos ausentes
y así más fuerte su cuchillo de caza,
me acerqué hasta oler su aliento nauseabundo
−¡Dios, cómo me repugnaba!­−
y entonces mi mente sufrió un destello,
un fogonazo de luz y de calma,
y salí despacio al viejo porche,
mis ojos mirando sin mirar nada.

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Noté su presencia y su llegada.
Con la noche, como cada noche.
Sin embargo ya no era un niño,
ya no iba a esconderme bajo las sábanas.
Su ojo de cíclope rompió la noche
cuando dobló el horizonte,
acercándose veloz, como siempre,
su ojo fulgente como brillo de guadaña.
Sonreí, por primera vez en mi memoria,
porque ya no debía temer por nada,
porque ya ni la muerte temía
pues nada me ataba a la vida.
Me desnudé, y la oí llegar como un trueno,
con su voz de sirena, chillona y aflautada:
Al fin has vuelto, niño mío,
deja que mate tu rabia con mi rabia,
deja que te reviente por dentro
y derrame tu sangre y tus entrañas.
Estuve tranquilo mientras se acercaba,
el trueno cada vez más fuerte, más cerca,
hasta que me hipnotizó con su mirada
justo antes de arrollarme bajo sus pies deformes, metálicos.

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