Desde el prólogo del poemario, donde Ciruelo Cabral anuncia la llegada de los cuervos a la hecatombe del campo de batalla a reventar de muertos, un superviviente se comienza a destapar bajo el título de héroe.
Los sentidos se zambullen repentinos en la arena, el olor de la sangre y el sudor y el vino, el perfume de las damas entre el público. Da comienzo la batalla por la gloria no celeste, la fama. El guerrero derrotado “Siente el sol en todo el cuerpo, el viento suave en su cara, y marcha con paso lento...” saliendo de la matanza.
Pero el autor catalán no se queda en la mera épica del que regresa entero tras mirarle los ojos a la muerte. Su templario, azote de herejes, tiene algo de leyenda de Bécquer, un poco de oscuridad inquisitiva, la seguridad que otorga la palabra de dios para matar impunemente, la pasión de la fe y la frialdad del acero en una noche oscura, entre fuegos y reflejos.
También hace su aparición en el variopinto escenario de batallas, entre guerreros y oponentes, aquello que retorna al héroe su humanidad: la familia, el miedo a perderlos con la vida. Por momentos, resuenan ecos de Quevedo, el del barroco más existencial, “Y olvida que son los hombres/ sólo sombras y ceniza,/ que el viento del tiempo esparce,/ en sus idas y venidas.” La invitación que el poeta hace al abandono de las armas, conlleva implícito el canto a la belleza, contradictoria, del combate entre iguales, a la dulzura de la amarga victoria.
Acecha la soledad del veterano que hace de la lucha por la supervivencia su credo, venciendo a los matones que envidian sus proezas en un callejón, para robarles luego sus monedas. Monedas que le aseguran un poco de calor; el de una muchacha al lado y vino en las tripas. Este veterano es ya inmediato antecesor de aquel que se adentra en el Lago Estigio, tras morir sin una súplica y sonriendo.
En el ecuador del poemario se plantea el poco sentido de la guerra, pero cuando el soldado se plantea eso, es ya demasiado tarde, luchar por sobrevivir es lo esencial.
Tras revisar con plumazos de octosílabo veloz y crudo la tradición épica del héroe por las armas, romano y español, germánico y fantástico, este romance moderno, con mérito de plasmar las situaciones en breves versos que recuerdan a la concisión descriptiva y dinámica del cómic, revisa la eterna lucha del irlandés, que no deja de añorar la lejana paz junto a su amada.
La épica en alta mar emboca el tramo final del poemario. De nuevo, un silencioso guerrero se enfrenta a una multitud, esta vez son piratas y antes que Neptuno se los trague a todos, prefiere morir luchando. Al final queda la sed de venganza del que ha perdido a sus seres queridos por no luchar, pero sobre todo, queda el valor que uno mismo ha de tener.
El dibujo y doce ilustraciones, que acompañan al prólogo con sus poemas, corroboran la plasticidad del lenguaje del poeta, dando un cuerpo en que ampliar la imaginación del lector, construyendo un fino puente entre la épica y la viñeta, llenando a los sentidos con un gusto que es, a sabiendas, sudor de las estrofas. La portada no podría ser menos que un campo de justas con lanzas en alto, el camino hacia el mito.
Óscar Camarero mezcla con gran sutileza la tradición del romance épico, del Romanticismo, de lo tradicional y del imaginario colectivo creado por el género hasta llegar a nuestro siglo. Los tópicos de la heroicidad son retratados con un vocabulario vibrante pero fluido, hasta tal punto que al acabar el libro uno siente la impresión de que le han contado varias historias de valor y de muerte, donde se ensalza al que mata hasta el nivel de los dioses, pero se rebaja a la batalla a la condición humana.
Los sentidos se zambullen repentinos en la arena, el olor de la sangre y el sudor y el vino, el perfume de las damas entre el público. Da comienzo la batalla por la gloria no celeste, la fama. El guerrero derrotado “Siente el sol en todo el cuerpo, el viento suave en su cara, y marcha con paso lento...” saliendo de la matanza.
Pero el autor catalán no se queda en la mera épica del que regresa entero tras mirarle los ojos a la muerte. Su templario, azote de herejes, tiene algo de leyenda de Bécquer, un poco de oscuridad inquisitiva, la seguridad que otorga la palabra de dios para matar impunemente, la pasión de la fe y la frialdad del acero en una noche oscura, entre fuegos y reflejos.
También hace su aparición en el variopinto escenario de batallas, entre guerreros y oponentes, aquello que retorna al héroe su humanidad: la familia, el miedo a perderlos con la vida. Por momentos, resuenan ecos de Quevedo, el del barroco más existencial, “Y olvida que son los hombres/ sólo sombras y ceniza,/ que el viento del tiempo esparce,/ en sus idas y venidas.” La invitación que el poeta hace al abandono de las armas, conlleva implícito el canto a la belleza, contradictoria, del combate entre iguales, a la dulzura de la amarga victoria.
Acecha la soledad del veterano que hace de la lucha por la supervivencia su credo, venciendo a los matones que envidian sus proezas en un callejón, para robarles luego sus monedas. Monedas que le aseguran un poco de calor; el de una muchacha al lado y vino en las tripas. Este veterano es ya inmediato antecesor de aquel que se adentra en el Lago Estigio, tras morir sin una súplica y sonriendo.
En el ecuador del poemario se plantea el poco sentido de la guerra, pero cuando el soldado se plantea eso, es ya demasiado tarde, luchar por sobrevivir es lo esencial.
Tras revisar con plumazos de octosílabo veloz y crudo la tradición épica del héroe por las armas, romano y español, germánico y fantástico, este romance moderno, con mérito de plasmar las situaciones en breves versos que recuerdan a la concisión descriptiva y dinámica del cómic, revisa la eterna lucha del irlandés, que no deja de añorar la lejana paz junto a su amada.
La épica en alta mar emboca el tramo final del poemario. De nuevo, un silencioso guerrero se enfrenta a una multitud, esta vez son piratas y antes que Neptuno se los trague a todos, prefiere morir luchando. Al final queda la sed de venganza del que ha perdido a sus seres queridos por no luchar, pero sobre todo, queda el valor que uno mismo ha de tener.
El dibujo y doce ilustraciones, que acompañan al prólogo con sus poemas, corroboran la plasticidad del lenguaje del poeta, dando un cuerpo en que ampliar la imaginación del lector, construyendo un fino puente entre la épica y la viñeta, llenando a los sentidos con un gusto que es, a sabiendas, sudor de las estrofas. La portada no podría ser menos que un campo de justas con lanzas en alto, el camino hacia el mito.
Óscar Camarero mezcla con gran sutileza la tradición del romance épico, del Romanticismo, de lo tradicional y del imaginario colectivo creado por el género hasta llegar a nuestro siglo. Los tópicos de la heroicidad son retratados con un vocabulario vibrante pero fluido, hasta tal punto que al acabar el libro uno siente la impresión de que le han contado varias historias de valor y de muerte, donde se ensalza al que mata hasta el nivel de los dioses, pero se rebaja a la batalla a la condición humana.
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